sábado, 9 de octubre de 2010

El gato

El terreno era árido y parecía no haber señales de vida. En el cielo, negrísimo, se veían dos astros. Uno de ellos parecía dibujado, y el otro parecía transitar. Esos astros grises y opacos parecían ser algo así como un sol y una luna aún más inertes que el paisaje alrededor. La luna comenzó a dirigirse hacia ese sol aparentemente clavado que no respondía a ley alguna y se posó delante de él, provocando un eclipse de negruras. Sólo cuando lo hubo ocultado, el sol resplandeció gris y suciamente por un instante, abriendo un ojo en el negro firmamento.  El astro gris errante abandonó al fijo y se dirigió al horizonte; el fenómeno duró sólo unos instantes y el sueño terminó.

Pedro despertó y observó las tinieblas circundantes. Sus articulaciones dolían. Era ya de día, pero se repetía el paisaje de su sueño, desértico, oscuro y con su ventana eclipsante, ese ojo cuadrado. Se levantó y salió de su habitación; la casa toda era una especie de extensión de su sueño, salvo que en ella, también moraba un gato. El gato estaba sobre una silla y lo observaba firmemente. Él se detuvo y lo observó al mismo tiempo. Analizó al pequeño animal que no lo analizaba; éste lo miraba con una dureza amenazante, con sus pupilas negras y redondas a causa de la oscuridad, con ese destello sucio y gris alrededor de ellas, esos eclipses en el rostro del animal oscuro.

Cada día se repetía la escena y Pedro comenzaba a pensar que el maligno ser intentaba algo con él, algo sin buenas intenciones. La bestezuela jamás maullaba, no jugaba y no dormía, o al menos él nunca la veía dormir. Sus ojos siempre se dirigían a su persona y él comenzaba a despreciarlo. Odiaba su presencia, sus penetrantes ojos, su predisposición a ser un perpetuo testigo.

Olvidó al estúpido gato unos minutos, tomó sus píldoras diarias, preparó sus cosas y salió de su casa para ir a trabajar. Durante el día, entre sus mínimos debates internos, se colaba el recuerdo del gato y su rostro hecho de premoniciones. Resolvió que el gato lo odiaba más de lo que él lo hacía. Por suerte, esta preocupación se disolvía entre detalles cotidianos menores y necesidades fisiológicas y sólo volvía a pensar en él cuando regresaba y se observaban.

Caminó por un lugar raramente conocido, en el que faltaban detalles y sobraban elementos. Cruzó un pequeño puente por donde no debería haber habido puente alguno y por debajo del cual corría el agua rápidamente, cosa que no debería haber ocurrido. Llegó a la casa de un conocido al que no había visto jamás, y este estaba reparando un mueble con espejo. Se reconoció en él y notó sus inmensas pupilas rasgadas verticalmente.

Despertó violentamente. Estaba bañado en sudor y pánico. Se preguntó súbitamente dónde se encontraría el gato, pero prefirió no averiguarlo; había comenzado a temerle visceralmente. Volvió a dormirse, esta vez sin sueños, en estado de profundidad y oscuridad mortecinas. Al amanecer, rutinariamente se cruzó con la bestia. Esta lo escrutaba desde el suelo como una esfinge maldita, una de esas monstruosas estatuas que deben vigilar las entradas del mismísimo infierno. Terminó por convencerse: el gato lo quería matar.

Su día continuó como anteriores, con la salvedad de que las preocupaciones cotidianas y necesidades fisiológicas cedían espacio a la voluntad asesina del gato.

Había martillos, herraduras, tizne y esquirlas. El lugar parecía abandonado, pero sin duda alguna debería haber sido una herrería tiempo atrás. Un enorme yunque dominaba el cuarto; yunque negro y marcado por el mucho uso. Su verticalidad lentamente comenzó a deslizarse, hasta quedar horizontalmente bajo el yunque y su peso, ese peso de yunques y recuerdos, ese peso opresor que siempre le corresponde a algún pecho, y, esta vez, era su turno.

Despertó con ese enorme peso sobre sí. Abrió los ojos y se encontró con la intensa mirada del demonio acechador de sus últimos días. Lo miraba fijamente a centímetros de su cara. Pedro se petrificó. El gato lo miró hasta el alma, y lentamente bajó de su cuerpo sin dejar de observarlo. La suerte estaba echada y Pedro enfermó.

Pedro fue hospitalizado y su hermana, que vivía en una provincia lejana, acudió a él a causa de la enfermedad. Tuvo que revisar su casa en busca de documentación. Se espantó ante el escenario que esta proponía. Estaba absolutamente desordenada, pero increíblemente estéril. Nada podía vivir allí; nada.

Casi inmediatamente, Pedro murió. Ana, su hermana, tuvo una breve entrevista con el doctor. Ana era presa de una congoja sin lágrimas, ese tipo de tristezas que se experimentan ante los recuerdos lejanos, pero no por ello, menos dolorosos.

- ¿Sabe qué ocurrió, doctor? Pedro era aún muy joven…  Es muy difícil para mí dilucidar los hechos. Hacía mucho tiempo que no hablaba con él.

- Bueno, aparentemente, – replicó el doctor - Pedro estaba bajo un tratamiento de corticoides. Quizás desarrolló algún tipo de patología ósea. Esta medicación inmunosupresora fue el anzuelo de una infección oportunista.

- ¿Una infección oportunista?

- Sí. – Replicó el profesional – Toxoplasmosis, para ser exactos.

- Qué raro…  - Reflexionó Ana – Pedro nunca tuvo gatos; de hecho, los odiaba…