domingo, 22 de agosto de 2010

La ley

El parlamento estaba reunido para tratar un tema trascendental para la vida cotidiana. Amplísimos debates se habían dado en torno a un tema de vital importancia que afectaba a toda la sociedad en su gran arco; desde la vida familiar, la canasta básica del obrero, la contabilidad de los comerciantes, y, entre otras, la realidad real religiosa, pues la numerología nunca se equivoca, y si hay una verdad suprema, esta, sin lugar a dudas, debe encontrarse en la religión.

Se esperaba de antemano un debate arduo, extendido en tiempo, y que consumía intelectualmente a los parlamentarios; además de consumir algunos cuantos dividendos de la Nación. La evidencia de la brillantez del edificio, su pompa ceremonial, los lujosos atavíos, las confortables butacas y la atmósfera calefaccionada eran acordes al importantísimo tema a discutir. Fuera del recinto, el pueblo se manifestaba, porción a favor, porción en contra, en la gélida realidad de julio, calefaccionándose únicamente por la proximidad de los individuos, que, de vez en cuando, cantaban, vitoreaban o rezaban.

El tópico a tratar era de tal importancia que no faltaban (¡cómo habrían de faltar!), los medios de comunicación. Las cámaras lo dominaban todo. Todo era registrado, tanto afuera como adentro. Probablemente eran ellas a las que más sin cuidado les tenían el tema, los senadores, el pueblo y el tiempo; el don del ojo sin cerebro: no le importa qué ve, a quién ve o qué temperatura hace.

Sin mayor preámbulo, he de decir, que el tema a tratar era la docenidad del huevo y sus implicancias sociales. El proyecto de ley buscaba una apertura a nuevos métodos de contabilización de los huevos. Este se titulaba: El huevo individual. ¿Debían, los huevos, como desde que la humedad tiene olor, por docena ser vendidos, o, podían contabilizarse de acuerdo a las particulares circunstancias con las que quizás fueron hallados, o, por accidentes fortuitos, venderse once en lugar de doce por la rotura de uno de ellos? Estas últimas realidades eran también tan antiguas como el arrojar tizas en las aulas.

¡No a la docenidad del huevo! ¡Igualdad para cada huevo! ¡Un huevo es igual a otro! ¡Cada huevo debe ser tratado como individuo!  Estas consignas contrastaban en pancartas en oposición a las otras: ¡Es un hecho natural que el huevo se venda por docena! ¡Doce es un número cristiano! ¡Los huevos merecen una identidad, y esa identidad es el número doce!

Adentro, el ambiente estaba tenso. Todos trataban de guardar las formas, pero se veía que estas no durarían, a causa de los cuchillos que guardaban entre los dientes en sus bocas cerradas.

Comenzó como oradora, la senadora Justa Pavón, del partido Armonía y Paz Social. Su aspecto era prolijo y determinado. Sus cabellos estaban impecables, pero teñidos no muy a la moda.

- Hemos de encontrarnos aquí para discutir un tema trascendental, y parece mentira que deba ser discutido. Todos sabemos que los huevos se venden por docena. Así fue, así es y así será. Es natural que así sea. Todo lo que no entra en el ámbito natural debe calificarse como anormal y por consiguiente, no correcto. No desconozco que  mucha gente no lo ve así, y lo comprendo y acepto. Pero no pueden forzarnos a la amplia mayoría a considerarlo de otro modo.

“El número doce es crucial para todos los que nos consideramos de creencia cristiana, y nuestra fe tiene base constitucional. No podemos dejar que una minoría nos fuerce a concebir que los huevos sean vendidos en un número que no sea el número doce, y, llegado el caso, porque no hay por qué discriminar, deberíamos considerar la posibilidad de que los huevos que no sean vendidos por docena sean vendidos en cajitas amarillas, ya que los que se venden por docena vienen en cajitas grises, y así, cada persona sabe qué está comprando y si se altera el orden natural del hecho o no.

Su exposición fue extensa. Muy extensa. Hasta hizo una crítica de juicio cuasi científico sobre el por qué los huevos y su manera de venderse no habían sido cooptados por el sistema métrico decimal. Pero en sí, su razonamiento fue repetitivo, porque dijo una y otra vez lo mismo con diferentes palabras. Al terminar, se sacó sus gafas y sonrió con la satisfacción de quien cree que tiene razón, pero que realmente no lo sabe. Era de esas personas convencidas de sus ideas y que las mantienen toda su vida, pero con el vago temor de estar equivocadas. De cualquier manera, este vago pensamiento se esfumaba rápidamente tras la vanidad de sus ideales. Sencillamente, no podía estar equivocada.

Finalmente anunció que su voto sería negativo: no aceptaría la ley tal como estaba propuesta.

El siguiente orador fue Epifanio Saldívar, quien la retrucó inmediatamente. Era un hombre ya con algunas cuantas canas en su haber, y su aspecto era el de esas personas que se arreglan bastante tiempo para parecer desprolijas.

- Lo que ha argumentado la senadora Pavón es inadmisible. Este es un país laico y no podemos seguir tolerando este tipo de expresiones totalitarias. No se pueden permitir ideas como que hay que vender la misma cosa  con diferentes colores; no es correcto. No señala igualdad. – Dijo esto remarcando las sílabas para causar impacto.

“Lo que expone la señora es fácilmente rebatible por el pensamiento lógico. Basta con partir de la eterna incertidumbre del caso de el huevo y la gallina; cualquiera que haya sido primero, fue uno. No existe la multiplicidad, y menos en el número par inmediatamente superior después del número diez para las cosas que tienen un número determinado; el número, es el número uno. Se puede argumentar que los dedos, por ejemplo, vienen de a cinco por mano o por pie. Pero un dedo, sigue siendo un dedo, y cinco dedos, más algunos huesos y músculos más, hacen una mano, o un pie. Con el criterio de la senadora; a una mano que le falte un dedo, ¿dejaría de ser, la extremidad, una mano?

Muchas personas expresaron su asentimiento y otras, una negación socarrona, tanto fuera del edificio como dentro. Por supuesto, la cosa se seguía con mayor fervor afuera, quizás para contrarrestar el frío imperante.

El senador continuó con sus palabras empujado por la contundencia de la sencillez de su argumento. Citó el caso de Colón y el huevo; su hazaña había sido el poner de pie un solo huevo, y no doce. Muchos rieron tontamente ante la ejemplificación, pero otros desaprobaron con pequeños gestos y sonidos como si el tema no aplicase al debate sostenido.

Por supuesto, culminó su debate casi de la misma forma que su antecesora. Se quitó los lentes y sonrió, pero como quien sonríe ante un tema totalmente intrascendente: le daba absolutamente igual que los huevos fueran vendidos como fuese. De hecho, tenía muy altos sus niveles de colesterol, así que solamente consumía las claras; lamentablemente, por su frágil memoria, su caso particular no le sirvió para argumentar en favor a su postura: él sólo podía consumir medio huevo. Habría de reflexionar sobre su caso, y sentiría como una falta de oportunismo no haberlo llevado al campo teórico en el momento de su parlamento.

Llegó el turno para explayarse del senador Eugenio Mendizábal. Su aspecto era el de un octogenario, pero distaba de serlo. Su postura no difería mucho de la senadora Pavón, pero era, evidentemente, mucho más sutil al expresar sus opiniones sin quedar atado a una postura fija. Echó culpas al gobierno por someter a la sociedad a un debate improductivo. Por supuesto, este señor no admitía bajo ningún punto de vista al huevo como individuo, pero desencauzar temas era su tema. Se refirió a números contables y terminología e hizo, en fin, una larga declaración sobre la problemática que traería la nueva ley, y, por eso, la consideraba inadecuada. Realmente, necesitaba de su discurso para lucir como un estadista que se preocupa por un tema existente, pero que no lo acepta. Para esto arguyó: que la salida de la ley tal como estaba provocaría  una serie de modificaciones en masa de otras leyes por considerarse afectadas directamente con la nueva legislación (quizás después de esto, llegaría el turno de la liberación de la factura, y de sólo pensarlo se estremecía, pero por suerte, las asociaciones panaderas se oponían terminantemente al tema); que la gente se resiste al cambio y que, probablemente, los niños (especialmente ellos) serían objeto de burla de sus pares por su familia ser consumidora de huevos en maples que no contenían doce huevos (o en su defecto, seis, ya que el seis sí era un número congraciante con el número doce) y si hay en quienes siempre pensar, es en los niños; y, por último, que la nueva ley trastornaría la organización espacial de almacenes y supermercados, aparte de fastidiar a la industria de las heladeras, que deberían tener que amoldar sus puertas, y hasta quizás, sacar el mismo modelo de heladera al mercado con dos puertas diferentes, cada cual con diferentes conceptualizaciones para albergar huevos.

Terminó su debate con gesto adusto; sin sonrisa, y con un dejo de irritación. Se sintió satisfecho de su elocuencia, aunque probablemente haya habido poca gente que lo considerara elocuente. Sin dudas era locuaz…  pero no elocuente.

Continuó la larguísima lista de oradores la senadora Luz Negri, quien hizo un emotivo llamado a favor de la ley. Contó su conmovedora historia en el campo, aunque, dentro del recinto, encontró eco solamente en quienes estaban a favor de la ley, pero ellos de ninguna forma se solidarizaban con su experiencia en sí. Hasta incluso alguno pensó malintencionadamente, sintiéndose espécimen de ciudad: “se puede sacar a la gente del campo, pero no el campo de la gente”.

En este punto, debo decir, estimados lectores, que la férrea voluntad de Morfeo me poseyó. El tratamiento se extendió por larguísimas horas, y uno, como trabajador, conoce su realidad, y no sólo debe trabajar arduamente un día a la semana. Si de veras quieren saberlo, la ley salió. Pero me reservo el resto de los detalles para otra ocasión.

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